Juan Carlos Gabaldón
En Venezuela, los casos de malaria se han incrementado entre un 50 y un 75 % por año, coincidiendo con el deterioro de la economía y el auge de la “fiebre del oro” en el sur del país.
De acuerdo al reporte mundial de la malaria 2018, publicado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) el pasado 19 de noviembre, Venezuela reportó 411.586 casos de malaria en el año 2017, un incremento de más del 70 % con respecto a la cifra registrada en 2016. De hecho, Venezuela agrupa el 53 % de todos los casos de malaria del continente americano y es en gran parte, responsable del incremento del 72 % de casos registrados en la región entre 2015 y 2017.
La historia de Venezuela y esta enfermedad es compleja y ha reflejado en gran medida la calidad de atención sanitaria en el país durante el último siglo. Tras 300 años siendo el flagelo de los pequeños pueblos del centro del país -como el ficticio Ortiz, del clásico de la literatura venezolana Casas Muertas- la malaria fue desterrada a focos aislados en las regiones más deshabitadas de Venezuela a mediados del siglo pasado. Esto fue posible gracias a la modernización del sistema de salud venezolano y a la campaña de salud pública encabezada por el Dr. Arnoldo Gabaldón entre 1936 y mediados de los años 70, cuando la enfermedad había sido erradicada del 77 % del territorio nacional, siendo Venezuela el primer país tropical en alcanzar tal extensión.
Algo difícil de creer al observar las cifras actuales.
La malaria es una enfermedad parasitaria, producida por múltiples especies de protozoarios del género Plasmodium. Estos parásitos son transmitidos a humanos y otros primates (que se convierten en reservorios) por la picadura de mosquitos del género Anopheles, que poseen una distribución geográfica característica limitada a la franja intertropical, lo que explica que la vasta mayoría de los casos ocurran en el África Subsahariana, el Sudeste Asiático y, en menor medida, Latinoamérica. Con un amplio rango de severidad, la enfermedad puede ir desde un síndrome febril con ictericia y anemia moderadas, hasta un cuadro fulminante con falla multiorgánica. En 2017 afectó a aproximadamente 219 millones de personas y provocó la muerte de una 435.000 personas en todo el mundo.
Como la gran mayoría de las enfermedades tropicales, la incidencia de la malaria va de la mano de la existencia de factores socioeconómicos que en este caso, permitan la proliferación de los mosquitos que la transmiten. La pobreza, los conflictos armados y los flujos migratorios que producen, así como la insuficiente inversión en políticas de prevención, explican sus proporciones epidémicas en África. También las altas tasas de incidencia registradas en Venezuela ponen de manifiesto la relación entre la epidemia y la inestabilidad social.
Un rápido vistazo a los datos de la OMS evidencia que la malaria en Venezuela es un fenómeno focalizado en la región sureste del país, donde en 2017 se alcanzaron tasas de incidencia por sobre los 100 casos por 1000 habitantes, similares a las observadas en algunos países africanos y mucho más altas a las registradas en el resto del país. Para 2015, los estados selváticos Bolívar y Amazonas registraban casi el 93 % de todos los casos en Venezuela. Tan solo un año después, según el último informe epidemiológico publicado por el ministerio de salud venezolano, la incidencia aumentó un 76 % respecto al 2015; con nuevos casos apareciendo en 17 de los 24 estados del país, indicando una distribución más amplia de la enfermedad a través del territorio nacional.
Para entender este fenómeno basta con percatarse que para el año 2016, 44 % de todos los casos registrados en Venezuela, provenían del municipio Sifontes en el estado Bolívar, en cuya capital, Tumeremo, se concentra gran parte de la explotación minera ilegal en el país. La mayor parte de las minas artesanales de Bolívar se localizan en la zonas selváticas en el interior del estado, unos de los pocos lugares donde las campañas de los años 40 y 50 nunca lograron erradicar la malaria debido, en gran parte, a la poca densidad poblacional y la inaccesibilidad de la región para ese momento.
Las condiciones de trabajo en estas minas son precarias. Medidas de seguridad inexistentes, ningún tipo de comunicación con el exterior, pocos bienes y servicios disponibles para el consumo, y la amenaza de grupos criminales y paramilitares que monopolizan el funcionamiento de las mismas, siempre presente. Las piscinas de agua estancada en las que los mineros pasan días enteros buscando el valioso mineral también son un criadero perfecto para las larvas de mosquitos que llevan los parásitos en su interior.
Si bien los casos de malaria en Venezuela habían estado aumentando de forma regular desde al menos hace 20 años -fruto de la sistemática desinversión en la fumigación y distribución de mosquiteros tratados con insecticidas- no se observó un crecimiento exponencial hasta el año 2013, cuando se registraron 78.643 casos, un aumento de casi un 50 % con respecto al año anterior. Desde ahí en adelante, los casos de malaria han venido incrementándose entre un 50 y un 75 % de año a año, coincidiendo con el deterioro de la economía venezolana y el auge de la “fiebre del oro” en Bolívar, una actividad que se estima ha atraído a más de 50.000 personas, provenientes de toda Venezuela hacia zonas escasamente pobladas del oriente del país, donde buscan desesperadamente hacer algo de dinero. Ahí, los mineros son picados por mosquitos infectados, contrayendo la enfermedad y pasando períodos de tiempo prolongados sin recibir el tratamiento adecuado. Tras trabajar unos pocos meses, muchos de ellos regresan a sus lugares de origen llevando consigo no solo el fruto de su trabajo, sino también los parásitos Plasmodium en su sangre.
Los mosquitos Anopheles, por su parte, tienen la capacidad de reproducirse en casi la totalidad del territorio nacional, con la excepción de las zonas montañosas de los Andes y la Cordillera de la Costa. El éxito de la campaña de Gabaldón radicó justamente en la construcción de acueductos que permitieran eliminar sus criaderos, y la fumigación masiva con el insecticida DDT para matar a los adultos, lo que eliminó a estos mosquitos de la mayor parte del país. Sin embargo, el ya mencionado descuido de las campañas de prevención, recientemente agravado a consecuencia de la crisis económica, permitió la reaparición de estos mosquitos en zonas donde el regreso de mineros infectados provenientes del estado Bolívar, ha significado el resurgimiento de la enfermedad.
El resultado es una epidemia de malaria inédita en nuestra historia reciente. Va en aumento cada año que pasa, con la enfermedad reclamando cada vez más espacios a lo largo de toda la geografía nacional. Esto convierte a Venezuela en un claro ejemplo de cómo las variables socioeconómicas, incluso más que las geográficas, pueden determinar la dinámica de las enfermedades tropicales. Proporciona también un recordatorio de las proporciones epidémicas, que condiciones que se creían controladas pueden alcanzar cuando dichas variables son ignoradas por las autoridades sanitarias. Un ejemplo de este fenómeno lo exploramos en «De la selva a la guerra».
Mientras la minería ilegal siga siendo un negocio lucrativo para los venezolanos más necesitados, y mientras las autoridades no estén dispuestas a asumir el reto que significa su regularización, con la consecuente imposición de medidas preventivas que limiten el desarrollo de la enfermedad en su seno, Bolívar seguirá siendo el foco de malaria más importante del continente americano y un importante problema de salud pública para Venezuela y toda la región.
Juan Carlos Gabaldón es médico cirujano (Universidad de los Andes, 2018) con interés en medicina tropical, enfermedades infecciosas y salud pública. Autor en Caracas Chronicles. Editor en Avances en Biomedicina, revista científica del Instituto de Inmunología Clínica de la Universidad de los Andes.
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